11 de julio de 2018

Destinatarios ocultos

De: Rob Stentorian <robert@louderrob.com>
Fecha: viernes, 11 de marzo de 2011 14:40
Para: <Destinatarios ocultos>
Asunto: Voy a matar a centenares de personas


Escribo este correo electrónico desde la séptima planta del Hotel Toyoko de Fukushima, en concreto desde la habitación kibō. Tenía planeado viajar hasta Japón en busca de inspiración para mi próxima novela, pero en vez de ello he llegado aquí tras huir despavorido por lo que descubrí al morir mi abuelo; un abuelo que, por cierto, ni recordaba que tenía. Tras dos días sin salir de la habitación he comprendido que no hay escapatoria posible; escondiéndome no ayudaré a nadie, debo contar lo sucedido.
Dejo aquí constancia de mis descubrimientos y de mi intención, que no es otra que la de invocar a una criatura que siembra el caos y la destrucción allí donde es llamada. Si la costa Honshu es azotada por un terremoto en las próximas horas todos tendremos la prueba irrefutable de que lo que narro en estas líneas es cierto y de que, irremediablemente, la humanidad está condenada. Espero fracasar, pero tengo la certeza de que no lo haré.
Que mi abuelo no era trigo limpio era algo que todos sabíamos en casa. Mis malogrados padres me habían advertido más de una vez sobre su turbio pasado y me habían recomendado no acercarme a él, cosa que debió calar en mí porque años después ni recordaba su existencia. Y ojalá hubiera seguido sin saber de él durante el resto de mi vida, pues ni la más fantasiosa y creativa de las mentes humanas hubiera podido prever lo que descubrí tras su fallecimiento. A falta de testamento fui declarado albacea de sus bienes; a pesar de no haber tenido nunca contacto con él resulté ser su único pariente vivo.
El funeral tuvo lugar en la ciudad en la que había vivido durante toda su vida, Boston, y tras el oficio me dirigí a su destartalada mansión en Beacon Hill. Allí descubrí con pena que mi abuelo había pasado sus últimos años en la más absoluta de las miserias. La casa bien podía haber estado ocupada por indigentes, dado su lamentable estado de conservación. Pronto quedó claro que, aparte de la propiedad en sí, poco beneficio iba a obtener de todo aquello. Ni siquiera tuve ánimos para instalarme allí. Preferí hacerlo en una pensión en la calle Irving, ya que tampoco era mi intención tardar más de lo necesario en hacer inventario y ver qué podía encontrar de valor en aquel antro.
Lo primero que quería hacer era limpiar los muebles y fotografiarlos. Seguramente eran todos de finales del siglo XIX o principios del XX y algún anticuario podría estar interesado en ellos. No fue hasta el tercer día que se me hizo evidente un detalle que debería haber visto tras mi primer recorrido por la casa. Me avergüenza considerarme escritor de misterio y no haber visto de buenas a primeras que existía una habitación oculta, sobre todo porque estaba escondida sin ningún tipo de rigurosidad. Estaba en el piso superior, tras una pared que, en vez de estar estucada como el resto de pasillos de la casa, había sido empapelada. Además en ella se abría el dormitorio principal y resultaba evidente que éste no era ni la mitad de largo que el pasillo. Sin puertas a la vista sólo era cuestión de tiempo hallar la entrada oculta y el único elemento que coincidía con alguna de las paredes era un armario, por lo que el acceso al cuarto no presentaba demasiada dificultad.
Maldita sea la hora en que accedí a aquella habitación y a los secretos que allí se ocultaban. A primera vista destacaban tres elementos: una librería, un armario ropero y un escritorio. Por deformación profesional lo primero que hice fue caminar hasta la librería, repleta de libros antiguos, cuando leí algunos títulos dejé de pensar en el valor que podrían tener, y empecé a pensar en las implicaciones de que volúmenes como el Cultes des Goules, De Vermis mysteriis o Unaussprechlichen Kulten existieran realmente. Muchos otros tomos de ocultismo poblaban las estanterías, pero reconocer títulos que hasta entonces creía de ficción me provocó un escalofrío. Saber que su dueño era mi abuelo no me permitió reprimir las lágrimas.
Cuando logré reponerme eché un vistazo al escritorio. Me senté en una vieja silla con el forro de piel desgarrado y abrí un ajado porta-documentos cubierto de polvo, repleto de cartas. Las ojeé y comprobé que todas iban dirigidas o habían sido escritas por mi abuelo. Había por lo menos un centenar de ellas y una en concreto me dejó petrificado: firmaba Ec’h-Pi-El. Ver esa firma en otros tiempos me hubiera llenado de alegría, pues siempre me he considerado fan del escritor de Providence. Howard Phillips Lovecraft me inspiró cuando apenas era un adolescente y alguno de mis relatos son un claro y sincero homenaje a su obra. Sin embargo ver esa firma allí, en aquella lúgubre habitación, hizo que me estremeciera de nuevo. La leí, y cuando acabé la arrojé al suelo, aterrado. Mi vida tal como yo la conocía había acabado. Todo dejó de tener sentido y lo cobró al mismo tiempo. Me sentí como un ciego que ve por primera vez solo para descubrir que está mirando al horror definitivo.
Con desesperanza y consternación paso a dejar constancia de las revelaciones de aquella misiva. He intentado en vano acabar con esa realidad, destruí las pruebas quemando la casa hasta sus cimientos, pero desde entonces no he podido volver a dormir y no puedo irme sin dar a la humanidad la posibilidad de luchar contra los horrores que se avecinan. Yo abandono cobardemente, pero dejo este legado como testimonio de las revelaciones evidenciadas en aquella carta que recibió mi abuelo hace casi un siglo.
La epístola databa de principios de 1917 y empezaba con una frase que Lovecraft dejaría para la posteridad en su ensayo el horror sobrenatural en la literatura: «La emoción más antigua y más intensa de la humanidad es el miedo, y el más antiguo y más intenso de los miedos es el miedo a lo desconocido». A continuación hablaba a mi abuelo del estrepitoso fracaso de un ritual acontecido durante la noche de fin de año en el cabo Ann, concretamente en la playa Crane. Lovecraft narraba con todo lujo de detalle como el ritual pretendía invocar a un siervo de Dagón para ofrecerle un sacrificio que apaciguara su ansia destructora y le mantuviera aletargado durante otra eternidad. No había detalles del ritual pero sí que se explicaba lo que originó el fracaso: el miedo de los acólitos más jóvenes hizo que huyeran despavoridos cuando apareció aquella criatura escamosa. Ver surgir de las aguas aquel horror anfibio provocó el pánico entre los primerizos y eso asustó a la criatura, que lejos de mantenerse calmada bajo el influjo del ritual se enfureció y aplacó su hambre a costa de algunos de los sectarios de mayor edad, los que se quedaron en primera línea sacrificando sus vidas para salvar las de los demás.
Lovecraft, evidentemente, sobrevivió, y durante el resto de la carta le explicaba a mi abuelo que dicho miedo a lo desconocido debía ser atacado directamente. Él daría a conocer los horrores que acechan bajo la tranquila superficie de nuestra existencia. Decía que la plácida isla de ignorancia en la que vivimos haría que la mayoría de nosotros no fuéramos capaces de correlacionar el contenido de sus relatos con la cruda realidad que amenaza con destruir nuestra cómoda y apacible vida, pero que los pocos que fueran capaces de leer entre líneas sabrían cómo ayudar y lo harían con valor y coraje. Sabrían a qué se enfrentaban y comprenderían que luchar sólo retrasaría lo inevitable, y no hay mayor momento de valentía para los hombres que aquel en que saben que no pueden hacer nada para vencer. «Menuda sandez», pensé al leerlo, pero la revelación de aquellos párrafos ya había hecho mella en mi psique.
Continué la lectura de aquella inaudita carta en la que Lovecraft proseguía hablando de otro ritual, y en esta ocasión sí que había detalles. Terribles detalles. Según el escritor, adjuntaba a la carta un «ajado y vetusto pergamino» que incluía un ritual de invocación que fue utilizado por última vez en San Francisco en el año 1906, un ritual que servía para despertar unas criaturas ciclópeas que habitan las capas inferiores de la Tierra. Una suerte de gusanos gigantes alienígenas que dormitan a millares bajo la superficie de nuestras ciudades y que provocan gran destrucción cuando son molestados. Lovecraft aclaraba que este ritual debía ser conservado pero nunca utilizado, pues alterar a aquellas criaturas sin posibilidad alguna de controlarlas era un despropósito que ya había provocado enormes destrozos en el pasado.
Y allí estaba, entre las páginas de la carta, un papel agrietado y decrépito en el que podían leerse las instrucciones del ritual en un inglés arcaico.
A continuación, y tras lo que había parecido un interludio, el autor de tantos relatos que hasta entonces me habían parecido de una brillante ficción anotaba detalles de la que sería su primera aportación literaria para abrir los ojos de la humanidad y desvelar los horrores que amenazan todo lo que conocemos: Dagón. Lovecraft confiaba en obtener la aprobación de mi abuelo para su macabro plan y le rogaba que le diera acceso a los volúmenes que atesoraba con tal de ser lo más fiel posible a la realidad en sus narraciones. Desconozco cuál sería la respuesta de mi abuelo, pero es evidente que Lovecraft llevó sus planes a buen término. Dagón fue su primer relato de lo que posteriormente se conocería como los Mitos de Cthulhu, pero a este le siguieron muchos otros. No solo de Lovecraft, sino de otros autores que ampliarían lo que todos hemos considerado durante muchos años un universo ficticio repleto de criaturas tan poderosas como malignas, pero no malignas en el sentido más estricto de la palabra, sino tan malvadas como podemos ser nosotros cuando le pegamos una patada a un hormiguero o le arrancamos las alas a una mosca. Criaturas alienígenas que jamás alcanzaremos a entender y que son tan superiores a nosotros que cualquier posibilidad de resistencia contra ellas es en vano. Esas seis páginas que escribió Lovecraft a mi abuelo me abrieron los ojos. Esas criaturas estaban aquí y se habían fijado en nosotros.
Trato de pensar cómo dejar constancia de estas palabras sin que sean tomadas a risa. Yo mismo me hubiera reído de esto hace unas semanas y sé que mi condición de autor de género no es la mejor credencial para que estas líneas sean consideradas algo más que un producto de mi imaginación o los delirios de un loco.
Pero tengo la esperanza, por poco que crea ya en el significado de esa palabra, de que el único papel que me llevé de la casa de mi abuelo antes de incendiarla me ayude a probar que todo esto es cierto. Haré daño, sé que si esto funciona haré mucho daño, pero creo que Lovecraft fue muy sutil y que la humanidad no está preparada para lo que nos espera. Espero que mi sacrificio y el de todos los que me lleve conmigo sirva para abrir los ojos de una raza que parece condenada a la extinción, o peor aún, a la esclavitud.
El ritual está preparado, faltan cuarenta minutos para las tres de la tarde en Japón y me dispongo a dar el último paso para completar la invocación. No deja de ser curioso que sacrifique mi vida en el país del seppuku...
Confío tener el valor sufic

***
           La flecha del ratón avanzó lentamente hacia la parte superior de la pantalla mientras una mancha de sangre descendía en dirección opuesta, tras escucharse el clic una ventana emergente mostró una advertencia: «¿Seguro que desea eliminar el correo sin enviarlo?».
Un nuevo clic y el texto desapareció.
—¿Qué hubiéramos hecho si llega a enviarlo?
           El hombre que estaba sentado enfrente del ordenador se giró, miró primero al joven de rasgos orientales que le había preguntado y luego al cadáver que yacía a sus pies, la sangre que emanaba de su cabeza empezaba a formar un charco carmesí. Retiró la silla y se levantó, lentamente.
—Trae unas toallas del baño —ordenó, su voz sonaba tan segura y altiva como cabría esperar al ver su rostro, un mentón prominente y unos negros ojos, vivos y escudriñadores, destacaban bajo la enmarañada mata de cabello azabache. El joven japonés, por supuesto, obedeció.
El hombre sacó un teléfono del bolsillo interior de su chaqueta. Marcó un número.
—Padre, era cierto, parece que el individuo pretendía hacer el ritual, hemos acabado con él —escuchó a su interlocutor—. Si, está muerto, limpiamos esto y volvemos —colgó mientras observaba el cadáver que yacía a sus pies.
De repente algo llamó poderosamente su atención, el cuerpo tenía señales de estrangulamiento en su cuello, algo inverosímil ya que él lo único que había hecho había sido romperle el cráneo con la culata de su pistola.
Un ruido a su espalda le sobresaltó y desenfundó rápidamente pero no llegó a girarse, un fuerte golpe en su sien le hizo caer desplomado.
El súbito contacto del agua helada con su rostro lo devolvió a la realidad, estaba sentado en una silla, atado de pies y manos. Delante de él un hombre joven, con una sonrisa y una mirada demencial, tiraba a un lado una palangana vacía.
—Pensaba que no ibas a despertarte —dijo—, menuda sorpresa, ¿eh? —señaló con su mirada los laterales de la silla, donde yacían dos cuerpos.
—¿Qué crees que vas a conseguir? —se notaba conmocionado, tenía que ganar tiempo, pensar, pero el dolor era demasiado intenso, su sangre hervía, había sido envenenado.
—Ya lo he conseguido —su rostro se ensombreció, recobrando sus ojos una compostura que asustaría al más valiente—, vuestra farsa termina aquí y ahora —se le acercó y cogió su teléfono móvil.
Pulsó rellamada.
—Tenía ganas de charlar contigo —dijo—, soy Rob Stentorian y estoy matando a tu hijo, luego iré a por ti. Sé quién eres, sé lo que pretendes y sé por qué sigues vivo setenta y cinco años después de tu supuesta muerte —hizo una breve pausa—. No, calla y escucha, se acabó lo de engañar a la humanidad, se acabó ocultar la realidad tras una miríada de relatos y se acabaron tus seudónimos y mentiras. Voy a por ti.
Colgó, el hombre en la silla había empezado a moverse compulsivamente, sus ojos empezaron a sangrar y de su boca salían espumarajos.
—No tan deprisa amigo —dijo mientras dejaba el teléfono sobre la mesa y sacaba un ajado papel de su bolsillo posterior—, déjame pronunciar las palabras correctamente o todo esto no habrá servido para nada.
Su voz no parecía humana mientras leía aquel galimatías, apenas treinta segundos y todo volvió a quedar en silencio, el hombre en la silla soltó su último estertor y un breve temblor hizo vibrar el edificio. Rob sonrió, satisfecho.
—Sí, definitivamente esto es mucho mejor que suicidarse. Y ya solo me queda recuperar el correo electrónico, enviarlo y salir de aquí antes de que todo esto se venga abajo.
Se sentó frente al ordenador y empezó a teclear comandos.
—Claro mi señor —dijo para sí mismo—, que la humanidad esté lista para vuestro retorno lo hará todo mucho más divertido —levantó la mirada, el edificio del otro lado de la calle tembló y se escucharon varios gritos, Rob sonrió nuevamente—. Y enviado.
Un tenue brillo emanó de los cuerpos que yacían en el suelo de la habitación, el hombre del mentón prominente, el joven oriental al que mató en el baño y el occidental al que había engañado y matado para utilizar como señuelo. De los orificios de sus caras empezaron a surgir pequeños gusanos, eran las dos horas y cuarenta minutos en Japón.

César Bernal, 2012 (Visiones 2013)

1 comentario:

Paolo Costello dijo...

Mis dieses!! Buena redacción y una historia estupenda. La premisa es atrevida, tanto por sus conexiones literarias como con hitos sociales reales, y sin embargo bien desarrollada y muy en la línea lovecraftiana. Estupendos los giros finales. En cuanto a juego con la figura de HPL le has pasado a Moore por la derecha ;).